<> Esto lo escribí para un concurso de El Pais. El premio era un viaje a Nueva York para ver a U2. No gané, claro.
Yo iba para campeón del mundo desde que nací. Ese era el plan que mis padres habían trazado para mí. Naturalmente, sin preguntarme mi opinión. En realidad formaba parte de un experimento en el que mi hermano gemelo y yo éramos los cobayas, y “ellos” los científicos. Socióloga y antropólogo, se habían propuesto realizar un magno trabajo que con evidencia empírica incluida, demostrara que “el campeón no nace, se hace”. A tal efecto, desde que mi hermano y yo éramos bebés, a mí me reservaron un estricto plan especial de preparación física, mientras que a él le dejaban ir a su aire.
Descartaron de entrada que yo fuera campeón en algún deporte colectivo, pues sostenían que la gloria era para el que se la trabajaba, querían poder individualizar sin discusión alguna que yo era el número uno, yo y sólo yo. En segundo lugar, descartaron también deportes de escasa relevancia y notoriedad, pues no les servía que yo fuera campeón mundial de cualquier extraña modalidad con 300 practicantes en todo el planeta. Evitaron también aquellos deportes en lo que, aunque individualmente el deportista podía alcanzar la gloria, pudieran influir de manera más o menos decisiva otros aspectos. De ese modo, nada de motos, coches o bicicletas.
La elección se redujo pronto a optar entre el tenis, atletismo y natación. Por cuestiones diversas, incluyendo un exhaustivo estudio de la predisposición de los españoles a destacar, o no, en determinados deportes, desde pequeño me inculcaron la pasión por el atletismo, y su prueba reina, los 1.500 metros, en donde la historia ya había demostrado que no era una quimera que el campeón fuera español.
La cosa empezó a ir bien, y llegué a ganar algunos campeonatos infantiles y después juveniles, primero locales, luego nacionales. El problema, y eso complicaba sus tesis establecidas demasiado pronto, era que mi hermano siempre quedaba segundo por poco. Sin nada de entrenamiento específico, pero solidario conmigo como sólo puede serlo un hermano gemelo, me acompañaba en las largas sesiones que se iniciaban de madrugada, y parece que tenía buenas condiciones naturales. Aunque él siempre lo niega, creo que en más de una ocasión me dejó ganar.
Así fuimos creciendo, llamando la atención de la prensa, primero local, luego nacional, y más tarde internacional. Curiosamente la prensa surcoreana se ocupaba mucho de nosotros, hasta el punto que según parece a los 16 años éramos, respectivamente, los números tres y cuatro en el ranking de personajes más populares de ese país.
Era realmente un problema para su investigación que mi hermano y yo llegáramos a los 22 años, como grandes favoritos a los campeonatos del mundo de Nairobi, como plusmarquistas del año, con marcas idénticas (3.29.00 exactamente, lo que no está nada mal). A estas alturas, no se les había ocurrido que cambiar el título del estudio e inventarse datos sobre mi hermano, ignorado completamente en sus investigaciones, hubiera sido suficiente. A nosotros nos daba igual, especialmente porque nuestro prestigio en Corea nos había convertido, por aquello de los ingresos publicitarios, en jóvenes millonarios, amén (y nunca mejor dicho) de semidioses allí. Así, corrimos la gran final, en medio de una gran expectación, con el apelativo ya consolidado de los twin tanks. Ganamos, claro. Los dos. Se emplearon las palabras foto finish y ex aequo por primera vez en una final de 1.500.
Fue una buena carrera (3.28.46 para más señas). Nos retiramos a una lujosa villa a cuarenta kilómetros de Seul, mientras “ellos” tardaron diecisiete años en rehacer su investigación para que todo fuera coherente. Cuando la publicaron, nadie (excepto en Corea) se acordaba de nosotros. Nosotros también nos habíamos olvidado de “ellos”.